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Nos hemos acercado, de manera parcial y limitada, a la existencia espiritual de Francisco de Javier que se concentra en esa actitud de obediencia al Padre, conducido por el Espíritu y en unión con Cristo, Señor y Maestro de su vida. Una vida interior rica, intensa, profunda, fiel.

Hemos visto en él la determinación firme de responder en todo momento y circunstancia al amor de Dios. Como su Maestro y Señor quiere hacer de la voluntad del Padre su comida; de sus deseos, su camino; y de la misión recibida por misericordia, la razón de su existir, de sus desvelos, trabajos, viajes, penas y gozos.

Tiene el mismo secreto que Jesús: una unión profunda con el Padre alimentada mediante una relación-oración constante. Estamos ante una verdad elemental: “el que permanece en mí y yo en él ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Francisco de Javier es un hijo de Dios confiado, servicial, humilde; un discípulo de Cristo, fiel y apasionado, radical y alegre; un hombre libre, fecundo, guiado por el Espíritu. Acercarnos a Francisco nos permite descubrir el sentido, la significación de nuestro ser enviados y las condiciones de fecundidad espiritual y apostólica: búsqueda constante de la voluntad salvífica de Dios para todos, empezando por uno mismo como Javier aconseja a los suyos y como Pablo había aconsejado a Timoteo: “… No descuides el don que posees, que se te concedió por indicación de una profecía con la imposición de manos… Preocúpate de ti y de la enseñanza, sé constante; si lo haces te salvarás a ti y a los que te escuchan” (I Tim 4, 6-16), incluso Pablo mismo: “Y todo lo hago por el evangelio, para que la buena noticia me aproveche también a mí” (I Cor 9, 23). Nos invita al seguimiento radical del Verbo encarnado que en todo momento se ha dejado conducir por el Espíritu y se ha ofrecido a sí mismo (Heb 9, 14).

Tenemos necesidad, como enviados, de vivir esa indiferencia ignaciana que es libertad interior para poder ser, en manos del Señor, instrumentos dóciles a pesar de nuestra indignidad. Ahí está el camino de la verdadera fecundidad. Quien de verdad se deja conducir por el Espíritu descubre en las distintas situaciones que Dios le va presentando una exigencia apostólica de entrega y creatividad, una posibilidad de vivir ese “más” apostólico, ignaciano. Fecundidad y libertad interior son inseparables.

La libertad de Francisco de Javier tiene como fundamento una confianza “heroica”: “sé de quién me he fiado” (II Tm 1, 12) y una humildad profunda, convencida, no tiene nada propio que defender ni siquiera sus muchas cualidades humanas regaladas por Dios, ni una bondad propia. “... no tenemos de qué gloriarnos, si no fuere de nuestras maldades, que éstas solo son nuestras obras” (C 116, 486). Profunda lección evangélica, pues nadie puede presentar, exhibir o hacer valer méritos delante de Dios (Lc 18, 9-14). Estamos ante una pobreza asumida y puesta en manos de Dios, “por imitar y parecer más actualmente a Cristo…” (EE167). Por ello es profundamente libre y audaz, con esa libertad, genuinamente evangélica, entendida como amor y entrega de uno mismo que implica y exige la desposesión de sí mismo (Gál 5, 13-14).

Cuando sus ambiciones de gloria mundana desaparecen de su corazón y de su horizonte, Cristo hace nacer en su ya generoso y ardiente corazón deseos a la medida de todo el mundo. Y desde entonces su deseo único será dar a Dios la mayor gloria posible, e ir donde más pueda servir a Jesús. Cuando se guiaba por su ambición era él quien construía sus planes y soñaba su futuro. Cuando se libera de sus propios intereses para no seguir más que los de Jesús (Flp 2, 21) se hace completamente disponible, libre; sus horizontes se vuelven, entonces, ilimitados como el amor de Dios. Como apóstol aprenderá a caminar al estilo de los grandes creyentes, de Abraham que caminaba sin saber a donde iba, fiado de una palabra, sin conocer el punto de llegada. Lo único cierto es que ese camino conduce al corazón de Dios. Nuestras raíces son nuestro destino: el corazón de Dios. El camino, el recorrido, lo hacemos a veces en la niebla, es la dificultad del crecimiento y la necesidad del discernimiento. Caminar hasta morir de amor, de pasión, -no de una pasión inútil, sin futuro y sin fecundidad propia del hombre “carnal”, sin esperanza y miope- sino de una locura de amor.

Lo que vemos en Francisco Javier es una locura de amor, locura que conlleva o se manifiesta en decisiones arriesgadas, “irracionales”, en comportamientos desmedidos, fuera de toda prudencia humana, de todo sentido común. Leyendo sus cartas no es difícil descubrir un comportamiento humanamente temerario, “imprudente”. Sin embargo, este comportamiento brota de una confianza total, absoluta, ciega en Dios, tan ciega que ilumina, que da lucidez: es la lucidez y la libertad del Espíritu. Y en el fondo de esta confianza late siempre una única preocupación: el servicio de Dios, su causa, su Reino y la salvación del alma, más importante que la conservación –siempre pasajera y precaria- de la vida temporal y terrena. “El amor no pasa nunca” (1 Cor 13, 8-9.13).

[8] C 110, 465-466.

[9] C 116, 485.

[10] C 80, 318.

[11] C 133, 536.

[12] C 90, 373.