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DOSS 29: Conforti, discursos de envío

13 May 2016
1987

San Guido María Conforti, Fundador de los Misioneros Javerianos, durante su vida presidió al envío de 22 “expediciones de misioneros” hacia China. La primera de estas “expediciones” tuvo lugar el año 1899, la última el año 1931, pocos meses antes de su muerte.

Sabemos que cada vez que un grupo de misioneros javerianos salía de la casa madre de Parma (lugar en el que habían recibido su formación misionera y que Conforti llamaba el Cenáculo) para embarcarse hacia la misión de China, el Fundador reunía a toda la comunidad en la capilla del instituto para un momento de oración que concluía con la imposición del Crucifijo a los nuevos misioneros y con unas palabras de adiós dirigidas a quienes marchaban.

Estas palabras de adiós que nosotros llamamos “Discursos de Envío” contienen el pensamiento de Conforti sobre la misión, sobre la espiritualidad del misionero y sobre la finalidad de su tarea. Constituyen, por tanto, para nosotros una fuente constante de inspiración. En este dossier queremos ofrecer esta fuente a todos nuestros amigos.

Disponemos del texto integro sólo de 13 de estos discursos que son los que encontraréis en este dossier.

La mayoría de estos discursos Conforti los hizo en la intimidad de la pequeña capilla del instituto y en esa intimidad manifiesta mejor su corazón. Sólo unos pocos discursos, mucho más doctrinales y elaborados, fueron pronunciados en la catedral de Parma por motivos ajenos al deseo de Conforti, quien, sin embargo, aprovechó de estas ocasiones para animar misioneramente a su diócesis. Dado su importancia, en cada discurso hemos indicado el lugar en el que fue pronunciado.

Pero, antes de leer los textos de los Discursos de Envío pronunciados por el Fundador de los Misioneros Javerianos, San Guido María Conforti, es bueno conocer el ambiente en el que fueron pronunciados. Para hacerlo, transcribimos parte de un artículo de un periódico local con fecha 30 de diciembre de 1914:

Mucho han esperado estos dos jóvenes misioneros para poder ponerse en camino. La triste situación en la que vive nuestro mundo ha levantado barreras a sus deseos (se refiere a la Primera Guerra Mundial). Ahora, finalmente, estos dos nuevos frutos del Seminario Misionero van a unirse a los otros misioneros que les esperan en China.

La mañana del día 29 estuvo llena de emoción, muchos fueron los que se acercaron a la capilla del Instituto Misionero para acompañar a los nuevos apóstoles. Estaba la comunidad de los misioneros, estaban los jóvenes aspirantes, estaban las familias de los dos que emprendían el camino, estaba una representación del clero de la ciudad y estaban varios amigos de los misioneros.

A las nueve de la mañana, el Sr. Obispo celebró la Santa Misa. Al final de la celebración, Mons. Conforti les entregó el Crucifijo, los dos misioneros abrazaron con emoción al obispo, considerado por ellos como su Padre y su Pastor. En ese momento, la emoción llenó los corazones de todos los presentes. Después, el Fundador tomó la palabra dirigiéndose a los dos misioneros. Habló de la preciosa vocación con la que el Señor los había llamado, les recordó que les esperaba una vida de sufrimientos y de humillaciones, les dijo que la única fuerza en la que debían confiar era la fuerza del nombre de Cristo y, finalmente, les recordó que no les faltaría el gozo de quienes confían con corazón generoso en el poder de Dios y que por Él se entregan a la Misión. La voz del obispo en muchos momentos se hizo temblorosa por la emoción y por el llanto mal contenido. Todos los presentes pudieron ver el corazón de un padre despidiendo a sus hijos a los que tal vez solo podrá volver a abrazar en el Cielo.

Las palabras de Mons. Conforti han dejado en cuantos las escucharon una profunda huella que no desaparecerá.

EL SEÑOR ACEPTA VUESTRO SACRIFICIO

Discurso pronunciado el 18 de enero de 1904 en la capilla del Instituto

El Señor ha escuchado vuestros deseos y ha aceptado el sacrificio de vuestras personas que le habéis ofrecido al entregaros totalmente a la misión, la más santa de las causas.

Dentro de pocas horas abandonaréis esta querida tierra en la que nacisteis y que se os ofrece con toda su abundancia y con su clima dulce, con la riqueza de su ciencia y de su arte, con sus costumbres cultas y refinadas, con su bienestar floreciente, fuente de todo tipo de comodidades. Abandonaréis esta tierra que tanto amáis para dirigiros al "Celeste Imperio" (China) con la intención de anunciar allí la Buena Noticia.

“Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y habrá un solo rebaño con un solo pastor", dijo un día el Divino Pastor de nuestras almas. Los apóstoles y después de ellos, a lo largo de los siglos, innumerables almas generosas recogieron esta hermosa palabra de Jesús y pusieron todo en obra para que llegase a ser realidad.

Vosotros también habéis acogido esta palabra, y ofreciendo a Dios todo lo que más amáis, habéis decidido entregarle vuestras vidas para llevar la luz del Evangelio a aquellos pueblos chinos que aún "viven en tinieblas y en sombra de muerte". ¡Cuánta miseria hay en aquellos lugares a los que os dirigís!

Ya sabéis que os esperan tribulaciones y sufrimientos de todo tipo, incluso puede que os aguarde la corona de los mártires. Pero que nada os turbe ni os asuste.

Que os aliente el crucifijo que cuelga sobre vuestro pecho, que él sea vuestro gozo y vuestro todo. Y de Cristo, que ha derramado hasta la última gota de su sangre para salvar a la humanidad, aprended a sacrificaros por los hermanos.

Que os aliente la gracia divina que jamás os faltará. Aquella gracia que hace que la debilidad humana sea omnipotente, y que, en medio de las mayores penalidades, os hará exclamar: "Desbordo de gozo en todas mis tribulaciones".

Que os aliente el pensamiento de que en esta tierra, que ahora dejáis, innumerables personas participan de vuestras alegrías y penas. Ellas siempre os acompañarán con sus más fervientes oraciones por vuestra felicidad y por el éxito de vuestras fatigas.

Que os aliente también la esperanza de aquel premio eterno al que aspiráis y que para el apóstol es el céntuplo reservado al siervo bueno y fiel que "recibe cien veces más y hereda la vida eterna". Sí, el Señor contará todos vuestros pasos, recogerá las gotas de vuestro sudor y las transformará en perlas preciosas.

Que os aliente finalmente la bendición que, hace pocas semanas, el Vicario de Cristo os impartía con efusivo afecto. Y también la que ayer os otorgaba el "ángel de esta diócesis", nuestro obispo.

Recordad que aunque os falte el martirio cruento, no os faltará el de la abnegación, el de los sacrificios, el de los sufrimientos: martirio continuo y más duro que el de derramar la sangre.

Usando las palabras del profeta Isaías ahora os digo: “Corred, mensajeros veloces, al pueblo que duramente ha sido sacudido y despedazado. Corred hacia aquellas gentes que ya os esperan”.

Sí, id y consolad a aquellas pobres gentes, instruidlas, llamadlas al camino de la salvación, y que os acompañe la bendición de Dios omnipotente que de todo corazón invoco sobre vosotros.

TENIENDO LA MIRADA FIJA EN JESÚS

Discurso pronunciado el 25 de enero de 1907 en la capilla del Instituto

Éste es un momento solemne, para mí, para vosotros y para cuantos os rodean, porque es el momento del adiós. Sí, ha llegado la hora del adiós: un adiós marcado por la fe, un adiós que, para vosotros, es el inicio de grandes y gloriosos combates para propagar el Reino de Cristo. ¿Qué puedo deciros en este momento lleno de esperanzas y de temores para vuestro futuro?

Enviándole a conquistar la Tierra Prometida, el Señor dijo a Josué: "Levántate, pasa el Jordán, ponte en marcha hacia el país que yo daré a los hijos de Israel". El Señor os dirige las mismas palabras. Las tierras y los mares que os separan de China, de la región de Honan Occidental que el Vicario de Cristo ha confiado a vuestra obra de evangelización, son vuestro Jordán. Como Josué, sois enviados a conquistar: pero no unas tierras, sino las mentes y los corazones de tantos pobres paganos "acampados en las tinieblas del error y de la muerte".

¡Levantaos, pues! Poneos en camino, ya que Dios mismo, y no otro, os envía a través de aquella llamada que en esta comunidad habéis experimentado y probado, a través de la legítima misión que se os ha confiado para predicar el Evangelio de Cristo a las gentes. Id, pues, y derribad los altares de los falsos dioses, liberad las mentes de la ignorancia, los corazones del vicio y de la infidelidad. Id para ofrecer a Dios un pueblo elegido, entregado a hacer el bien.

La vuestra es una misión grande y sublime. La misión de Josué permaneció en el recuerdo de los pueblos de Oriente durante generaciones y sus frutos se conservaron hasta la dominación romana y la dispersión de Israel. La misión a la que vosotros sois enviados permanecerá para siempre, ya que trabajaréis para la dilatación de un Reino sin fin.

Os aguarda una ardua tarea. No vais a luchar contra seres de carne y hueso. Vais a luchar contra el poder de las tinieblas, contra las fuerzas del mal, del vicio, de la superstición, de la ignorancia. ¿De dónde os vendrá la fuerza y el ánimo necesarios para superar a tantos y a tan fuertes enemigos? Os vendrá de la cruz que acabo de entregaros y que resume el Evangelio que debéis anunciar a los pueblos. El Señor Crucificado, en todas las circunstancias de vuestro difícil apostolado, debe ser vuestra gloria y, sobre todo, vuestro guía y modelo.

Teniendo la mirada fija en Jesús, no olvidaréis nunca que los pensamientos, los afectos, las palabras y las obras del apóstol no deben tener nada de terreno, de carnal, de mundano, ni de vil. No olvidaréis nunca que vuestra caridad debe abrazar, sin distinción, a todos; ya que en Cristo, como dice San Pablo, “no hay distinción entre judío y griego, entre siervo y libre, sino que todos somos una sola cosa”. Por ello debéis haceros todo a todos para ganar a todos para Cristo.

Habéis sido elegidos para ser “luz del mundo y sal de la tierra”. Y debéis serlo, a ejemplo de Jesús, que "actuó y enseñó", primero con las obras y luego con la palabra. Sólo así podréis decir a los pueblos que engendraréis a la fe:"Sed nuestros imitadores como nosotros somos imitadores de Cristo, caminad según el modelo que tenéis en nosotros". El apóstol debe pasar en medio de las gentes haciendo el bien a todos, curando, aliviando la miseria y derramando las bendiciones del Cielo.

Y cuando os visiten las tribulaciones, cuando experimentéis la ingratitud y el abandono, cuando os lleguen las persecuciones a causa de vuestra fe, entonces, mirando al Crucifijo, aprenderéis el gozo de padecer por una misión tan bella y oiréis aquellas palabras llenas de consuelo: "Alegraos, regocijaos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos".

Id, pues, llenos de confianza en Dios. Que el Ángel del Señor guíe vuestros pasos hasta la meta anhelada. Que vuestro apostolado sea fecundo de frutos. Que las cartas que nos mandéis, escritas a la luz y al calor de Dios, con sencillez y con emoción, nos traigan los ecos de vuestros pacíficos triunfos, nos sirvan de edificación y nos estimulen para trabajar y sacrificarnos por la misión, la más santa de las causas.

Adiós, queridos hermanos. Dentro de pocos instantes abandonaréis esta comunidad, este cenáculo donde habéis experimentado la paz y el gozo de servir a Dios. Os dirigís hacia Getsemaní y hacia el Calvario. Recordad que desde allí se sube a la cumbre del Tabor, lugar de la transfiguración y de la gloria celeste.

Y vosotros, que habéis venido para acompañar a estos generosos jóvenes que todo lo sacrifican para la más santa de las causas, rezad al Señor para que sobre ellos se cumplan los designios de Dios y los deseos de la Iglesia. Orad para la conversión de tantos pobres infieles. Orad para que estos amados jóvenes permanezcan firmes y perseveren en sus santos propósitos hasta la muerte. Y pido al Señor que os recompense abundantemente por todo lo que habéis hecho por ellos y que, ya en esta vida, podáis gozar de todo aquello que yo no puedo sino desearos de todo corazón.

VUESTRA MISIÓN ES LA DE CRISTO

Discurso pronunciado el 29 de diciembre de 1914 en la capilla del Instituto

En este momento de adiós, momento que vosotros habéis esperado ardientemente, os deseamos que tengáis un feliz viaje. Y, sobre todo, os deseamos que sea gozoso vuestro apostolado, que sea fecundo en obras santas y en frutos abundantes allí donde “los campos ya están maduros para la siega” y esperan sólo que el segador recoja la mies.

Que el Señor os sostenga en los duros trabajos que os esperan. Que Él os conceda la paz y el gozo interior, la salud y el vigor del cuerpo para obrar maravillas para su gloria. Que Él esté con vosotros en todo momento con su gracia santificante, con la luz de su doctrina y de su sabiduría, con su protección, con la acción de su Espíritu en aquellos a los que anunciaréis la Buena Noticia. Es grande la misión que Dios os confía: es la misma misión que Cristo confió a los apóstoles y es la misma misión por la que Él bajó del cielo a la tierra.

Mientras Europa se debate en una guerra que, causada por egoísmos, ambiciones y oscuros intereses, destruye y sacrifica tantas vidas jóvenes, vosotros entregáis la vida para anunciar la paz, para llevar la luz del Evangelio a quienes habitan en tinieblas, para dar a conocer a Dios a quienes no conocen otra cosa que sus falsos ídolos, para romper las cadenas que los atan al yugo de Satanás, para llamarles a vivir la verdadera libertad de los hijos de Dios, para extender ente ellos el Reino de Cristo que es reino de verdad y de justicia.

Pero, para cumplir dignamente esta gran misión, necesitáis un equipaje poco común de virtudes. Y estas virtudes, con afecto de hermano, o mejor aún, con corazón de padre, os las deseo, os las auguro y para vosotros las imploro de aquel Dios que os ha destinado a esta gran obra. Os deseo ante todo que tengáis la fe viva que animaba a los apóstoles, la fe que, en cierto modo, obliga a Dios a realizar prodigios. Ella será el secreto de vuestro triunfo y será vuestra victoria. Luego, sed fuertes con aquella esperanza inquebrantable que, fundada en las divinas promesas, todo lo espera de la Providencia que todo dispone con sabiduría y suavidad. La esperanza que llenó el corazón de los santos en medio de las más duras batallas de la vida y que hará de vosotros modelos de constancia y de fortaleza. Practicad la caridad que os hará capaces de superar todas las dificultades. La caridad que nunca desfallece, que es fuerte como la muerte porque busca sólo las cosas de Cristo. Vivid la humildad profunda, la piedad ferviente y el espíritu de abnegación que nunca se echa atrás ante cualquier sacrificio que pueda exigiros la gran causa a la que os habéis consagrado. Y si estos deseos míos se realizan, cosa que no dudo, os habréis asegurado el buen éxito de vuestra misión entre aquellos infieles a los que sois enviados.

Hoy, dejando patria, familia y amigos, realizáis un gran sacrificio. Que os consuele saber que la separación sólo es física, ya que el afecto no conoce distancias, por lo que estaremos siempre unidos a vosotros en la caridad de Cristo y, aunque desde lejos, compartiremos vuestras alegrías y vuestros dolores. Que os consuele el pensamiento de que hacéis tan gran sacrificio por Dios y por tantas almas, redimidas ya por la Sangre Divina, que de vosotros esperan la salvación.

Sin duda os aguardan dificultades y tribulaciones. Que en las horas difíciles resuenen en vuestros corazones las palabras de Cristo: "No temáis, para vosotros he vencido al mundo. No temáis, yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos". Y en los momentos de angustia y de dolor os consuele la contemplación de Jesús Crucificado cuya imagen os acabo de entregar y que vosotros, con afecto, habéis besado y estrechado contra vuestro pecho. Él será vuestro gozo, vuestra fortaleza y vuestro guía.

¡Id! Vuestros hermanos en el apostolado os esperan impacientes en aquel campo de trabajo. Quiera el Cielo que, antes de cerrar los ojos a esta luz terrena, podáis repetir, llenos de gozo, las palabras del salmista: “Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, y a honrar tu nombre”.

¡Id! El brazo que sostuvo a los primeros apóstoles, débiles y desarmados, os protegerá en el duro trabajo que os aguarda. Recorred el difícil camino con los ojos fijos en la dicha del Reino que os espera, donde recibiréis cien veces más por todas las fatigas soportadas y gozaréis de este día solemne que, para vosotros, es inicio de una gloria incomparable. (...)

Y vosotros, queridos amigos que nos acompañáis y que nos habéis ayudado con vuestra caridad, rogad al Señor para que fecunde con su gracia las fatigas apostólicas de estos misioneros, para que Él los defienda de los peligros innumerables que deberán afrontar, para que los consuele en sus aflicciones y los haga constantes, hasta el último momento de sus vidas, en el sacrificio que ahora cumplen. Con vuestra oración habréis cooperado con su apostolado haciéndoos acreedores del premio de los apóstoles.

EN LA DEBILIDAD APARECE LA FUERZA

Discurso pronunciado el 15 de abril de 1921 en la capilla del Instituto.

En este momento contemplo la enorme extensión de mies que espera la hoz del segador. Pienso en tantos y tan numerosos pueblos que aún carecen de aquella Palabra que da luz y vida, y contemplo al Salvador que muestra a los apóstoles el mundo que hay que conquistar para el Evangelio.

Sería necesaria una cuadrilla numerosa de segadores para recoger tanta mies; sería indispensable un gran ejército de apóstoles para conquistar tantos pueblos para la fe. Sin embargo, hoy puedo mandar a un solo obrero para tanta cosecha, a un solo soldado para tan gran combate. Esto me llena de angustia y me recuerda el lamento de Cristo: "La mies está madura, pero los obreros son pocos".

Querido nuevo apóstol de la última hora, que esto no haga disminuir tu celo ni vacilar tu valor. Vas solo y pobre; pero, con Cristo, lo insignificante se vuelve poderoso, capaz de realizar maravillas.

Moisés, el caudillo de Israel, estaba solo; pero cumplió la misión recibida conduciendo al pueblo elegido hasta la tierra prometida. Pablo, el apóstol de las gentes, estaba solo; pero, sostenido por la gracia divina, recorrió las regiones de Oriente y de Occidente anunciando la verdad, fundando innumerables iglesias y sellando su apostolado con el martirio. San Francisco Javier, nuestro patrono, partió solo; sin embargo, fortalecido por su fe y su celo ardiente, realizó maravillas ganando para el Evangelio a pueblos y naciones.

Hoy, también, tú marchas solo. Has sido llamado a realizar la misma misión de los que te han precedido y por ella has sido fortalecido. No lo dudes, tú también podrás conquistar almas para Dios y extender su Reino, porque tampoco a ti te faltará aquella gracia que sostuvo a los apóstoles y que hace omnipotente la debilidad del ser humano.

Pero, ¿de verdad estás solo? No, no lo estás. Contigo están todos los hermanos de nuestra humilde congregación. Contigo están todos los apóstoles de la gran familia misionera extendida por todos los rincones de la tierra. Contigo están millones y millones de personas que diariamente rezan por las pacíficas conquistas del apostolado. Y contigo está Aquél que dijo en su Evangelio: "No temáis, para vosotros he vencido el mundo. Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos".

Que estos pensamientos ensanchen tu corazón y lo hagan firme en el generoso propósito de consagrarte, en la vida y en la muerte, a la extensión del Reino de Dios. Nuestra pequeña y joven congregación misionera se alegra contigo en este día, que cuenta entre los más gozosos de la floreciente primavera de su vida, y te mira con confianza gracias a la obra que estás a punto de empezar.

Te acompañamos con nuestros mejores deseos de que tu apostolado sea largo y fecundo en obras santas.

Sin duda, tu ejemplo arrastrará a numerosos jóvenes que ahora te contemplan con ganas de imitarte. Muchos de los que ahora te rodean, y que tú consideras como tus hermanos menores, dentro de poco te seguirán para compartir contigo las luchas del apostolado. Es más, dirás a los hermanos misioneros de la lejana China que dentro de pocos meses zarpará hacia allá un nuevo grupo de obreros que os ayudarán a llevar el peso del apostolado y a multiplicar vuestras conquistas.

Que tu Ángel Custodio te acompañe en el largo viaje que vas a empezar y que la bendición del Señor corone siempre de éxito todo lo que emprendas para la gloria de Dios y el bien de tantos infelices que aún carecen del incomparable don de la fe y que de ti esperan la redención. Y cuando, desde China, nos lleguen las noticias de tus triunfos evangélicos, nos alegraremos y contigo cantaremos el himno de alabanza y acción de gracias a Dios, porque se habrá servido de ti para realizar las maravillas de su misericordia.

En estos momentos, además, debemos dirigir nuestro pensamiento, lleno de gratitud, hacia los muchos bienhechores generosos que nos han ayudado material y espiritualmente. En este día, queremos hacer público que nuestro agradecimiento hacia ellos será imperecedero aunque nos falten las palabras para expresarlo adecuadamente. Si nuestro Instituto se ha desarrollado de forma satisfactoria, como todos pueden constatar, eso lo debe, en gran parte, a quienes lo han ayudado a superar felizmente las dificultades de todo tipo que ha encontrado en estos años de crisis general. Les aseguramos que, en pago de su generosidad, no faltarán nuestras oraciones para que Dios, que recompensa siempre con creces todo lo que hacemos para la gloria de su nombre, haga lo que nosotros no podemos con la abundancia de sus gracias y bendiciones.

DEJÁIS EL CENÁCULO PARA IR AL GETSEMANÍ

Discurso pronunciado el 3 de enero de 1922 en la capilla del Instituto

Los apóstoles salieron del Cenáculo, donde habían sido espectadores del máximo gesto de amor desbordante obrado por Cristo, y se dispersaron sobre la faz de la tierra para cumplir la difícil misión que se les había confiado. También vosotros, en este Cenáculo del Instituto Javeriano, alrededor de la mesa de este altar, os habéis preparado para la misión. Ahora estáis listos para emprender el vuelo llevando el nombre de Cristo hasta los últimos confines de la tierra. Id ahora para llevar el nombre de Cristo hasta los extremos confines de la tierra. Id, nosotros os acompañaremos con la mente y con el corazón, que no conocen distancias, y, al pie de este altar, nos encontraremos muchas veces unidos a vosotros por el vínculo de la oración.

En este momento, todos os deseamos lo mejor. Yo, de modo especial, os despido con afecto de hermano y de padre, y mi único deseo es que os mantengáis siempre a la altura de vuestra gran vocación.

Y sé que lo haréis si cada día sabéis sacar de la oración ante la Eucaristía la fuerza indispensable para las nuevas conquistas; si os mantenéis en forma para las fatigas del apostolado con la meditación frecuente de la Palabra de Dios; si trabajáis con fidelidad y espíritu de obediencia a las órdenes de vuestros superiores; si conserváis en todo la rectitud de intención que hace nuestros actos agradables a los ojos del Señor; y si, en medio de las tribulaciones inseparables del ministerio apostólico, mantenéis fija vuestra mirada en el premio eterno reservado al siervo bueno y fiel que ha cumplido hasta el final el trabajo de la jornada.

Leemos en el Santo Evangelio que cuando Jesucristo se transfiguró en la cima del monte Tabor, ante los testigos de la Antigua Alianza, Moisés y Elías, y ante los de la Nueva, Pedro, Santiago y Juan, rodeado del resplandor de su gloria, Él les habló de su próxima pasión. Esto debe decirnos a todos, pero particularmente a los que estamos llamados a participar del ministerio apostólico, que nunca debemos separar estos dos pensamientos: el de los sufrimientos inherentes al apostolado y el del gozo eterno reservado a quienes hayan seguido a Jesucristo por el camino del Calvario.

A muchos les gustaría acompañar al Divino Maestro en la fiesta y en medio de los "hosannas", pero no están dispuestos a seguirle en la agonía del Getsemaní ni entre los gritos de "crucifícalo" del Pretorio. Sé que vosotros no sois de éstos.

En la enorme tarea que vais a empezar, no os faltarán los días de dolor. Experimentaréis desengaños amargos y desilusiones penosas. Probaréis la ingratitud humana. Como Cristo, que en la cruz se sintió abandonado por su Padre Celeste, sentiréis que todos, hasta los seres más queridos, os abandonan. Constataréis la aparente inutilidad de vuestros esfuerzos. Os inundará el cansancio, y podréis casi llegar a arrepentiros de la vida que habéis abrazado. Cuando os lleguen estos momentos de tinieblas y tempestades, pensad en Jesucristo, pensad en los santos misioneros que os han precedido, pensad en el gozo eterno que será el premio de vuestras fatigas, pensad en la brevedad de la vida que pasa con la rapidez de un relámpago, y, entonces, también vosotros exclamaréis con Francisco, el Pobre de Asís: "Es tanto el bien que me espera, que toda pena es gozo para mí".

Os consuele, también, el pensamiento de los hermanos que os esperan y que, con vosotros, compartirán las penas y los dolores del apostolado, para un día compartir, también con vosotros, la gloria del Cielo. Este pensamiento unido al de la gran causa por la que os ponéis en camino, hará que vuestro corazón se dilate y así sea menor la dificultad del viaje que os aguarda.

Leemos que, cuando monseñor Daniel Comboni, el apóstol de Sudán, estaba en la estación de Verona para marchar a su lejana y difícil misión, su padre, hombre de profundos sentimientos cristianos, lo abrazó por última vez diciéndole: “Hijo mío, sólo Dios puede comprender el dolor que siento en este momento de despedida, pero, por amor de Jesucristo y de la santa causa a la que te has consagrado, si tuviera otros cien hijos estaría dispuesto a desprenderme de ellos por el mismo motivo”. Y el hijo, que tenía un corazón no menos grande que el de su padre, le contestó: “Papá si tuviera cien padres como tú, yo no dudaría ni un instante en dejarlos por la misma causa”.

Renovad, ahora y ante este altar, vuestra inmolación a Dios por la conversión de los que no conocen el Evangelio. Hacedlo como Cristo se inmoló a su Padre Celeste por la redención del mundo. Y que nunca se aparte de vosotros el pensamiento de que no hay gloria mayor que la de ser cooperadores de Dios para la salvación de nuestros hermanos.

CONTEMPLANDO A CRISTO Y SEDUCIDOS POR ÉL

Discurso pronunciado el 6 de noviembre de 1924 en la Catedral de Parma

En este momento solemne y con toda la emoción de mi corazón, me dirijo a vosotros, nuevos apóstoles del Evangelio, para daros mi adiós.

Los generosos hermanos que os han precedido en el camino hacia el campo del apostolado fueron despedidos en una fiesta familiar, entre las paredes del cenáculo donde se habían preparado. Me hubiera gustado que también a vosotros, en el momento en que dirigís vuestros pasos hacia el mismo campo de fatigas y de méritos, se os hubiese despedido en una fiesta íntima y reservada. Sin embargo, aceptando el deseo de muchos, que piden que el rito de envío se realice en un lugar público para la edificación de todos, he escogido hacerlo en esta Basílica Catedral de Parma.

Aquí, ante este altar y después de haber invocado la ayuda divina, nuestros padres en la fe se lanzaron hacia las más hermosas empresas. Y a su regreso, bajo estas bóvedas, resonaron himnos de agradecimiento por las victorias logradas y los éxitos alcanzados.

De este santo lugar vosotros partís hacia tierras lejanas, después de haber renovado el propósito de inmolaros por la más grande de las causas, la más legítima de las conquistas. No tardará en llegar aquí, entre nosotros, el eco lejano de vuestras santas y pacíficas victorias y, por ellas, también nosotros compartiremos vuestro gozo.

Y vosotros, hermanos e hijos queridos, que os habéis congregado aquí viniendo de tantos lugares distintos, mientras con vuestra presencia declaráis el aprecio que tenéis por el generoso gesto que estos jóvenes están haciendo, mostráis también cómo de nobles son vuestros sentimientos.

Hoy se aprecia el valor del explorador que descubre nuevas tierras, nuevas montañas, nuevos ríos, nuevos pueblos. Pero ninguno de ellos puede competir con el misionero por los servicios que presta en todo tiempo a los estudios de geografía, etnología, historia comparada de las religiones, geología, zoología... Prueba de ello son las cartas, las monografías y los libros escritos por los misioneros.

Se aprecia mucho el hecho de llevar la civilización a pueblos considerados bárbaros y salvajes. Pero no se puede olvidar que, en tantas regiones del globo, esta civilización no hubiera llegado aún, ni podría llegar, sin la acción suave, benéfica y heroica de estos hombres de Dios. Esto lo saben bien los grandes países cuando, con su acción colonizadora, dicen que quieren llevar la civilización. Bien lo saben Francia, España, Portugal, Inglaterra, Bélgica...

Y no es menor el aprecio que hoy se tiene hacia el que vive por un ideal noble y grande, sacrificando incluso su propia existencia. Pues bien, el misionero es la personificación más bella y sublime de quien sabe vivir por un gran ideal. El misionero, en su interior, ha contemplado a Jesucristo que muestra a los apóstoles el mundo que hay que conquistar para el Evangelio, no con la fuerza de las armas sino con la persuasión y el amor. Y esta contemplación le ha seducido.

Por este gran ideal el misionero sacrifica su familia, su patria, sus afectos más profundos y legítimos. Se introduce en selvas inhóspitas, atraviesa desiertos sofocantes, se desliza sobre los hielos del polo. No busca oro o perlas, ni marfil, pieles raras o maderas preciosas. Busca únicamente almas que conquistar para la Fe en Cristo.

Para allanar las dificultades que encuentra o combatir a los que se interponen en su camino, el misionero no va con la espada o el fusil: su única arma es la Cruz de Cristo. Va dispuesto a derramar su sangre, si es necesario, por sus hermanos. Lleva en su corazón el deseo de sellar su apostolado con el martirio. Ningún ideal mayor puede resplandecer ante el espíritu humano. Admiremos la figura del misionero, del apóstol de la fe, porque nada puede compararse a su generosidad y a su obra.

Despedimos ahora, ante este altar, a cuatro de estos anónimos héroes. No buscan el aplauso. Se inmolan sólo por la extensión del Reino de Dios, por la salvación de muchos que aún no conocen, pero que ya aman porque los consideran hermanos, redimidos por la sangre de Cristo.

Queridos y admirados nuevos apóstoles del Evangelio, habéis dado el último beso a vuestros padres, y os habéis consagrado, para la vida y para la muerte, a la redención de los pobres infieles. Dentro de poco dejaréis esta tierra y zarparéis hacia China. Sí, id allí a llevar la Fe en Cristo llamada a triunfar sobre todos los obstáculos y a echar profundas raíces. Id a llevar la civilización que nace del Evangelio, la única verdadera civilización porque es la única que responde totalmente a las exigencias de la mente y del corazón humanos.

No vais allí en nombre de ninguna autoridad de la tierra ni de ningún gobierno, vais únicamente en nombre de Cristo, a quien Dios, su Padre, ha entregado todos los pueblos en herencia. No vais a conquistar ciudades ni provincias para un imperio. Vais a aquellos pueblos lejanos para enseñarles el Evangelio, camino seguro e infalible que conduce al Reino celestial. No vais para exportar las riquezas de aquella tierra ni los productos de la industria que allí encontraréis. Vais para entregaros, sin reservas, a aquellas gentes y para derramar sobre ellas los dones celestes de vuestro sagrado ministerio. Vais para iluminar las mentes esclavas de las tinieblas del error y de la muerte, para rescatar a aquellos pueblos del abismo de la inmoralidad, para anunciarles la libertad de los hijos de Dios, para combatir la horrenda plaga del infanticidio, para elevar la condición social de la mujer, para hacer comprender a los hijos de aquel inmenso país la grandeza de la dignidad humana y lo sublime de nuestro destino.

Sí, id y predicad la hermandad universal proclamada por Cristo, destinada a derribar todas las barreras y a hacer de todos los hombres una sola familia unida por el vínculo de la caridad cristiana, sin destruir las nacionalidades ni sus relativos derechos. Haciendo esto, y sólo esto, haréis que sea respetado y alabado el nombre de nuestra patria, de la cual aquellos pueblos reconocerán haber recibido la Palabra de Vida y los bienes que conlleva.

Mientras os despido y me inclino ante vosotros, dichosos anunciadores del Evangelio, exclamo con admiración: ¡Qué hermosos son los pies de los mensajeros que anuncian la buena noticia de la redención y de la paz de Cristo! Que sea largo y glorioso vuestro apostolado y, sobre todo, que sea fecundo de frutos que compensen, con creces, el sacrificio que estáis realizando.

Os disponéis a beber el cáliz del Getsemaní; no os faltarán penas ni dolores. El espíritu de las tinieblas, cuyo reino os esforzaréis por derribar, lo intentará todo para obstaculizar vuestro camino. La perfidia humana levantará contra vosotros la tempestad de las persecuciones, seréis odiados por el nombre de Cristo y experimentaréis lo que experimentó el Apóstol de las Gentes que os ha precedido en el glorioso camino de la evangelización. No temáis, la misma gracia que sostuvo a Pablo os sostendrá a vosotros en la lucha difícil que os espera.

Mientras os entregaba el Crucifijo, he recordado las palabras que Jeremías dirigió a Judas Macabeo al entregarle la espada con la que debía conseguir la victoria. “Toma esta espada, don de Dios, con ella vencerás a los enemigos de Israel”. Os dirijo palabras semejantes, pero en un sentido mucho más elevado, os digo: la Cruz de Cristo es vuestra espada, vuestra fuerza, el arma invencible y el secreto de vuestras victorias. Por ella superaréis vuestras debilidades, triunfaréis sobre la superstición y sobre la perfidia humana. Por ella lograréis las pacíficas conquistas que extenderán el Reino de Dios. Levantad en alto este santo estandarte, como un faro luminoso, en medio de aquellos pueblos. Con él renovaréis las maravillas obradas continuamente a lo largo de los siglos por los apóstoles. El brazo de Dios no ha perdido vigor, ni se ha cerrado el libro de los prodigios.

En este momento expreso mi agradecimiento a las muchas personas que, en varias formas, han cooperado en estos años para que pudieseis alcanzar la meta por la que, desde hace tanto tiempo, suspiraba vuestro corazón. Deseo dar las gracias a los muchos bienhechores que os han ayudado, algunos de ellos desde el anonimato, y que no esperan otra recompensa a su caridad que la que les tiene reservada el Señor. Gracias a todos los organismos y asociaciones que socorren a los misioneros y que también en esta ocasión se han hecho presentes con su ayuda.

Gracias a los queridos jóvenes católicos que, suscitando enorme entusiasmo en toda la ciudad, han realizado en estos días tantas actividades para ayudaros. Gracias a todas aquellas personas generosas que esta mañana, en el momento del ofertorio de la Santa Misa, han entregado en mis manos su donativo, y con este gesto nos han hecho revivir lo que se acostumbraba hacer en la antigua liturgia y han evocado los gestos más hermosos de la Iglesia primitiva.

Un agradecimiento muy especial para la benemérita asociación que, promovida por algunas señoras, ayuda a quienes marchan a las misiones. Ellas han solicitado y recogido donativos por todas partes. A su celo se debe también la realización de esta fiesta, destinada a llamar la atención de los católicos para que todos comprendan la grandeza del apostolado misionero. Ellas han sabido motivar a muchas personas para que cooperasen con su asociación en favor de las misiones.

A todos el Señor os conceda el premio prometido en su Evangelio a quien ayuda a los apóstoles de Cristo en la gran obra que ellos realizan para renovar el mundo. Gracias a todos. Y acoged mi agradecimiento con la seguridad de las oraciones que por vosotros surgen del corazón de tantos misioneros que trabajan en el campo del apostolado y de los jóvenes aspirantes que cada día recuerdan a Dios a sus generosos bienhechores. El Señor os bendiga con abundancia a todos y guarde viva en medio de nosotros la fe, que es el más grande de los dones, la más preciosa de las herencias.

SOIS FUERTES CON LA FUERZA DE DIOS

Discurso pronunciado el 25 de marzo de 1925 en la Catedral de Parma

Hoy un mensajero celestial trae a la tierra el gozoso mensaje de la venida del Redentor. Hoy el Verbo de Dios se hace carne. Hoy empieza la obra de la redención y, con ella, empieza una nueva era de prosperidad, de paz y de verdadera hermandad.

En este día, vosotros, nuevos mensajeros de la Buena Noticia, abandonáis esta tierra para ir a llevar la luz y la redención a los pueblos lejanos de China. Con vuestro mensaje se iniciará en aquellos pueblos una era nueva de prosperidad y de auténtico progreso. Os aguardan dificultades de todo tipo, ya que vais a un país destrozado por luchas internas. Llegaréis allí en un momento en el que no hay ninguna seguridad para los extranjeros ni para los apóstoles de una nueva religión. Pero lo superaréis todo, triunfaréis sobre todo y sobre todos. Os lo garantiza la palabra del Apóstol: “Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe”.

La fe ha triunfado primero en vosotros que, por amor a Cristo, abandonáis la familia, la patria, los amigos, las comodidades, todo lo que más queréis. Por encima de todo ponéis el deseo de extender el Reino de Dios y no tenéis otra pasión que la del apóstol: colmar las ansias de Jesús en la Cruz, que tiene sed de salvar a la humanidad. Esta misma fe triunfará también sobre aquellos a los que vais enviados. Triunfará sobre la superstición con la luz de la verdad, sobre la barbarie con la belleza de la caridad, sobre la corrupción con la pureza del Evangelio. Y a esta fe convertiréis aquellas áridas estepas en fértiles terrenos, en jardines floridos. Pero todo esto será fruto de luchas continuas, de sufrimientos y dolores, de sorpresas y de fracasos.

Jesús os lo ha predicho: “Os mando como ovejas en medio de lobos. Me han perseguido a mí, os perseguirán también a vosotros. Pero no temáis porque yo he vencido al mundo”. También vosotros, aparentemente vencidos, al final seréis vencedores.

En el cenáculo de nuestro instituto misionero os habéis preparado para este sacrificio. Ahora el Señor os dice: “Levantaos, vámonos de aquí”. Pero, ¿hacia dónde? Él os indica el Calvario, sabiendo que del Calvario se pasa al monte de la Transfiguración, al monte de la Ascensión, a la gloria del triunfo eterno, reservado a quienes más de cerca habrán seguido a Cristo en esta tierra. Él os dice también que “tendréis poder sobre los demonios y se os someterán, impondréis las manos sobre los enfermos y recuperarán la salud, y si bebiereis algo nocivo no os hará ningún daño”. Esto, en lo que significa, se cumplirá porque sois fuertes con la fuerza de Dios.

Frente a las obras de vuestro ministerio, el espíritu de las tinieblas estará obligado, a pesar suyo, a abandonar sus presas: aquellos que yacen afligidos por profundas llagas morales serán curados y, rescatados del abismo de inmoralidad en el que se encuentran, se elevarán a las cumbres más excelsas. Triunfaréis sobre las venenosas insidias que los enemigos del nombre de Cristo os lanzarán para deteneros y paralizar vuestra obra. Y todo esto lo lograréis sin armas, sin el poder de las riquezas, sin la ayuda de las grandes potencias. Lo lograréis con vuestra fe en Dios, con la fe que mueve montañas y obra maravillas.

Nosotros os admiramos y santamente envidiamos la suerte que os ha sido preparada. Por más que os alejéis de nosotros, no nos separaremos nunca. Estaréis siempre en nuestros pensamientos. Del resto, todos estamos orientados hacia la patria del Cielo y, sean cuales sean los caminos que hayamos recorrido, nos volveremos a encontrar todos en la misma meta, compartiendo el mismo gozo.

Sí, en este momento solemne y memorable, para vosotros y para vuestros familiares, os transmitimos nuestros mejores deseos. Os deseamos que vuestro apostolado sea largo y fecundo en obras santas, que el Señor os acompañe siempre con su Espíritu consolador, que os llene de valor y que os inunde de santa alegría. Deseamos que perseveréis hasta el final en el camino que hoy tomáis para que podáis merecer un día la corona reservada a los vencedores, a aquellos que saben ofrecer su propio sacrificio hasta el final, sin vacilar, sin volver sobre sus pasos.

Y, porque sabemos que la mies es abundante pero los obreros son pocos, rogaremos al celeste Dueño de la mies para que suscite muchos imitadores de vuestro heroísmo para que un día ellos aumenten el número de vuestro glorioso ejército.

Y ahora, pensando en tantos que con su generosa cooperación os han ayudado a llegar hasta aquí, deseo hacerles llegar vuestro agradecimiento. Ellos han sido ministros de la divina Providencia para todos nosotros. Que el Señor los bendiga como yo, ahora, los bendigo, y que esta bendición sea garantía del premio que Él os dará, en el día de la recompensa, por todo lo que hayáis hecho a favor de los apóstoles del Evangelio.

ESCUCHARÁN MI VOZ, SE FORMARÁ UN SOLO REBAÑO

Discurso pronunciado el 25 de junio de 1926 en la capilla del Instituto

Leemos en el Santo Evangelio que un día Nuestro Señor Jesucristo, dirigiendo su mirada hacia el pequeño grupo que lo seguía, les dijo estas palabras: “Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas tengo que conducirlas, y ellas escucharán mi voz y se formará un solo rebaño con un solo pastor”.

A lo largo de los siglos, estas palabras apremiantes del divino Salvador, que nos muestran su bondad y su deseo de salvar a toda la humanidad, han encontrado respuesta en personas generosas que han sabido escucharle obedeciendo sin reservas a su llamada divina.

Entre estas personas con corazones generosos estáis vosotros que ahora regresáis a la lejana misión de China, donde ya trabajasteis y padecisteis durante 18 años.

Si un día dejasteis aquel país y volvisteis a este Instituto, no fue para descansar, sino sólo porque la obediencia os llamó a servir desde aquí a aquella misión, asumiendo la tarea de formar a nuevos misioneros con vuestro ejemplo de vida y vuestra palabra.

Ahora, terminada la tarea que se os asignó, partís otra vez hacia aquella lejana misión de China y lo hacéis recordando la palabra del Salvador: “Quien pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no puede ser mi discípulo”. Marcháis otra vez porque en vuestra juventud prometisteis al Señor que queríais seguirlo y le habéis sido fieles. Que Él os conceda poder seguirle hasta la muerte.

Hace años, las palabras del Maestro divino encontraron respuesta generosa en vuestros corazones en este Instituto donde os formasteis. Y ahora, cuando estáis a punto de regresar a China, encuentran la misma respuesta generosa. Que el Señor ensanche vuestros corazones y que en ellos esté siempre presente la palabra que hemos escuchado en el Evangelio: “Todo aquel que por mí haya dejado al padre y a la madre, a los hermanos y a las hermanas recibirá cien veces más y heredará vida eterna”.

Leemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles que, cuando S. Pablo salía de Éfeso hacia Jerusalén, los ancianos de aquella comunidad, persuadidos de verlo por última vez, se acercaron a él y llorando lo abrazaron y besaron. También nosotros nos separamos; pero, aunque nos duela la separación, no lloramos, porque sabemos que partís para combatir por la más santa de las causas. Sólo pedimos al Señor que nos permita compartir vuestros sudores y vuestros méritos.

Sabéis que os acompañamos con la oración. Que el Señor os conceda un fecundo apostolado, lleno de obras buenas, y que os dé también la perseverancia final. Pedimos a San Francisco Javier, nuestro patrono, que escuche los deseos que os animan, deseos de entregaros totalmente para la gloria de Dios, la dilatación de la Iglesia y la salvación de las gentes. Que él nos alcance la alegría de poder volvernos a abrazar un día en el paraíso.

REUNIR A LOS PUEBLOS ALREDEDOR DE LA CRUZ

Discurso pronunciado el 13 de marzo de 1927 en la Catedral de Parma

En su sencillez, el rito que estamos celebrando es solemne y sublime a la vez. Solemne como la misión misma a la que estáis destinados. Sublime como el sacrificio que vais a ofrecer.

En los años más hermosos de vuestra vida, escuchasteis la invitación de Cristo que os llamaba a seguirle como apóstoles. Vosotros respondisteis generosamente: “Señor, te seguiremos allí donde Tú vayas. Iremos donde Tú quieras. Nuestro gozo será obedecer siempre lo que Tú nos digas”. Hoy, el Señor os dice con claridad lo que desea de vosotros al indicaros el campo en el que vais a trabajar.

Lo que será vuestra misión y vuestro programa de acción está magníficamente resumido en el Crucifijo que os acabo de entregar y que vosotros, con gozo y emoción, habéis apretado sobre vuestro corazón. Con esta adorable imagen, el Señor os repite aquellas palabras que, hace diecinueve siglos, dirigió a los apóstoles y a la muchedumbre como prueba de la divinidad de su misión: “Cuando yo sea levantado de la tierra, sobre la cruz, lo atraeré todo hacia mí”.

Con estas palabras Jesús declara la finalidad de su misión, atraerlo todo, y el secreto de su victoria, la Cruz. La misión de Cristo es vuestra misión, por eso el secreto de su victoria debe serlo también de las vuestras: la Cruz, la entrega total de vosotros mismos.

Jesucristo desea atraerlo todo, porque su anhelo es reinar en todas las mentes con su doctrina celestial y en todos los corazones con su amor. Y vosotros habéis sido llamados para reunir a los pueblos alrededor del trono y de la cátedra de la Cruz, para que todos puedan reconocer su señorío, acoger sus enseñanzas y gustar los dulces frutos de aquella hermandad universal que Él selló con su sangre divina.

La tierra de vuestras conquistas es China, que cuenta con más de 400 millones de habitantes, de los cuales sólo dos millones y medio conocen el Evangelio y el modo de vivir de los cristianos. El campo de vuestro apostolado es el inmenso vicariato de Chengchow, confiado a la tarea evangelizadora del Instituto Javeriano. Es un campo aún yermo que vosotros debéis convertir en terreno fértil para que produzca frutos abundantes de virtud y de gracia.

Para lograrlo, no uséis medios distintos de los que Cristo usó para fundar su Reino. Él, al contrario de lo que hacen los conquistadores de nuestro mundo, no fundó un reino con la fuerza de las armas, sino con la palabra, que conquista las mentes, y con el amor, que vence los corazones.

Él os repite hoy las palabras que dirigió a sus primeros discípulos: “Id y anunciad mi Evangelio a todas las gentes. Con vuestras obras sed mis testigos, mis embajadores, hasta los últimos confines de la tierra”. Os pide que uséis la palabra simple y luminosa del Evangelio que penetra en lo más íntimo de cada uno y realiza aquella transformación interior que sólo la fuerza de Dios puede realizar. Y os dice que la palabra debe ser confirmada con el ejemplo de vuestra vida santa, con el ejercicio fecundo de la caridad, con el espíritu de sacrificio que os hará capaces de superarlo todo, e incluso, si a ello estuvieseis llamados, con el heroísmo del martirio.

Que en todo momento os conforte el pensamiento de que, tarde o temprano, China tendrá un espléndido porvenir cristiano, ya que ha sido fecundada por la sangre de los mártires que, en la persecución de 1900, confirmaron su fe con el sacrificio de sus vidas. Ellos regaron con su sangre la tierra que vais a cultivar, y la sangre de los mártires es semilla siempre fecunda. Ellos son los que os han precedido con su ejemplo luminoso.

Sé muy bien que, humanamente hablando, el momento en el que os disponéis a cumplir vuestra misión no es nada favorable. China vive sacudida por discordias internas. Varias facciones están en guerra para hacerse con el control del país y para ello no dudan en apoyarse en un nacionalismo que lucha contra toda influencia extranjera y contra todo tipo de religión, especialmente contra la religión de Cristo.

Las dificultades que encontraréis serán grandes. Tal vez se os presentará, incluso, la posibilidad del martirio. Esto no debe enfriar vuestro entusiasmo ni vuestro celo, al contrario, debe robustecer vuestros corazones para que podáis seguir el ejemplo de los primeros apóstoles que os precedieron en el glorioso camino.

A pesar de todas las adversidades la voz de los apóstoles se difundió por doquier, llegando hasta los confines de la Tierra. ¿Cómo lo lograron? Cuando les mandaban callar, respondían: “No podemos dejar de anunciar lo que hemos visto y oído, ya que esto es lo que se nos ha mandado. Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres”. Cuando los arrastraban a los tribunales y los sometían a la tortura, gozaban por haber sido considerados dignos de padecer algo por Cristo. Cuando los encerraban en mazmorras, convertían la cárcel en un campo de apostolado. Cuando eran condenados a muerte, en medio de los más terribles suplicios, rebosaban de gozo como si se tratase de una gracia, de un favor incomparable, ya que así podían dar testimonio con su sangre de la fe que confesaban. ¡Estos son vuestros maestros! Y vosotros, nuevos anunciadores del Evangelio, estáis llamados a compartir su mismo ministerio apostólico.

Aquel grupo de apóstoles fue la primera célula de la Iglesia que, desarrollándose a lo largo de los siglos, nunca cambió su naturaleza. Los apóstoles, por la fuerza del mandato recibido, fueron evangelizadores y trabajaron para extender en el mundo el Reino de Cristo. Así pues, la Iglesia, nacida con ellos, en todos los tiempos ha desplegado su naturaleza misionera. Un ejército que se limitase a conservar sólo las posiciones conquistadas manifestaría una debilidad que lo llevaría a la derrota.

La misión es esencial para la Iglesia, es su razón de ser. Y la misión es la más grande y urgente de las tareas ya que todos los pueblos tienen derecho a la redención. De hecho, Jesucristo dijo que quería llamar a su rebaño a todas las ovejas que ahora andan descarriadas sobre la faz de la tierra: no a este o aquel pueblo, esta o aquella nación, sino a todo el mundo.

Sabéis bien que para realizar la tarea misionera no basta con un simple viaje a través del mundo como hacen los exploradores modernos. No basta con un arrebato de vida cristiana que sacuda sólo por un instante a la masa inerte de la humanidad. No basta con proveer el hoy, sino que es necesario también pensar en el mañana con toda clase de instituciones que consoliden la obra iniciada. Es necesario formar familias cristianas, comunidades cristianas, escuelas y talleres cristianos. Es necesario preparar un clero indígena y una jerarquía eclesiástica formada por elementos locales, con la que se pueda dar una forma estable a la Iglesia de Dios también en aquellos lugares. Y vosotros colaboraréis en esta gran tarea dándolo todo, sin retroceder jamás, hasta que caigáis en el surco regado por vuestro sudor.

Os felicito, generosos misioneros, que conocedores de la importancia y enormidad de la tarea misionera, consagráis a esta causa tan hermosa vuestra juventud y vuestra vida. Ofrecéis a Dios el sacrificio de lo que más amáis: vuestras familias, vuestros amigos y vuestra querida patria. Lo hacéis porque para vosotros, por encima de todo, están los intereses de Dios, la dilatación de su Reino y la salvación de tantas personas que un día conocerán, gracias a vosotros, la fuente de su redención.

Por eso os admiramos. Admiramos la grandeza de vuestro sacrificio, la vitalidad de vuestra fe, el ardor de la caridad que os anima. Por el buen éxito de vuestra misión os deseamos lo mejor. Y cuando los ecos de vuestro trabajo lleguen hasta nosotros, nos alegraremos con vosotros y participaremos de vuestras penas y vuestros sufrimientos. Y siempre estaremos fuertemente unidos en una misma oración.

UNIDOS A JESÚS DARÉIS FRUTOS ABUNDANTES

Discurso pronunciado el 11 de marzo de 1928 en la capilla del Instituto

Esta noche, memorable no sólo para vosotros dos que partís sino también para todos nosotros que ahora os despedimos, me trae el recuerdo de aquella noche en la que Cristo, después de la Última Cena, habló con infinita ternura a sus apóstoles haciéndoles las últimas sugerencias y, en cierto modo, dictándoles su testamento. Jesús exhortó a sus apóstoles a creer firmemente en Él, a amarse mutuamente y a mantenerse íntimamente unidos a Él como el sarmiento se mantiene unido a la vid. Luego también les predijo tribulaciones y persecuciones. Terminada la exhortación, Jesús dirigió una ardiente oración a su Padre celestial por aquellos discípulos que le escuchaban y por todos los que habían de creer en Él. Por último, Jesús terminó su sublime discurso con el ferviente deseo de que todos sus discípulos pudiesen encontrarse algún día allí donde Él iba a estar.

Jóvenes misioneros que os disponéis a afrontar las dificultades de la misión, que vais a iniciar vuestro apostolado, considerad como dirigidas a vosotros estas palabras del Divino Maestro que el apóstol Juan nos ha transmitido fielmente en el discurso sublime de la Última Cena, empezado en el Cenáculo y terminado en el camino hacia el huerto de Getsemaní. Os exhorto a que meditéis las palabras de este discurso que debe ser el programa de vuestro apostolado.

¿Queréis aseguraros el éxito en vuestra tarea apostólica? Tened, ante todo, una fe viva en vuestro Guía divino. Que esta fe penetre todos vuestros pensamientos, vuestros afectos y vuestras obras. Consultadla, como a una consejera, en todos los encuentros y en todas las contingencias que la vida os presentará. Que la fe sea la norma que dicte vuestro comportamiento. Sí, la fe debe ser vuestro constante guía.

Además, cultivad entre vosotros el amor mutuo. Que la caridad recíproca una estrechamente vuestros corazones y haga de vosotros un solo corazón y una sola alma. Que este amor mutuo os haga capaces de compartir siempre las alegrías y las penas de vuestro apostolado; sólo así formaréis una fuerza invencible contra la que se estrellarán inútilmente todos los ataques de vuestros enemigos. Y permaneced siempre unidos íntimamente a Jesús, como el sarmiento permanece unido a la vid. Unidos a Él de mente y de corazón, unidos por la meditación de su doctrina celestial, unidos por la Eucaristía de la que vosotros habéis sido constituidos ministros y dispensadores, unidos por la oración, unidos por el esfuerzo continuo para asemejaros a Él, que es modelo de perfección para todos y especialmente para los apóstoles. Así será fecundo vuestro apostolado y daréis frutos abundantes.

Vosotros, nuevos apóstoles, no olvidéis nunca que tendréis que sembrar entre lágrimas. Ante las pruebas que os aguardan y para que no os desaniméis, Cristo os ha anunciado las persecuciones: “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán”.

Sabéis bien que vuestros hermanos, con los que compartís una misma vocación y que os preceden ya en el campo de trabajo, han experimentado, en más de una ocasión, la verdad de estas palabras de Cristo. Ellos han padecido la cárcel y han soportado privaciones y tribulaciones de todo tipo. Vuestra suerte no será distinta que la de ellos, ya que idéntica es la misión que vais a cumplir allí donde ellos se encuentran. Ciertamente os esperan las mismas dificultades. Sabed que estos padecimientos son el cáliz del apóstol, que ahora Cristo os presenta también a vosotros. Y una vez más Él os pregunta aquello que preguntó a los hijos de Zebedeo: “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?”. Pero al mismo tiempo que os presenta el cáliz de su pasión, para que nada os turbe ni os espante, os asegura: “No temáis, ya que vuestra tristeza se convertirá en gozo”. Sí, estad seguros de ello: “Vuestra tristeza se convertirá en gozo”. Y estas palabras de Cristo no fallarán, serán una realidad para vosotros ya que van acompañadas por la oración ferviente que el mismo Cristo dirigió a su eterno Padre: “Padre Santo, conserva a los que me diste”. “Padre Santo, salva a estos que me has confiado y haz que un día todos ellos estén conmigo, allí donde yo estaré”.

Cuando os lleguen las dificultades, recordad estas palabras santas de Cristo y exultaréis de gozo a pesar de todo, porque sentiréis que, en la misma proporción en que sean grandes vuestros sufrimientos, será grande vuestro gozo. Un día, también vosotros, y eso no podéis dudarlo, participaréis de la gloria de los apóstoles, compartiréis la misma gloria de Cristo y seréis felices con su misma felicidad.

Y en este momento solemne y también triste, como es siempre solemne y triste el momento del adiós, en este momento de separación, os prometemos, delante de este altar, que nosotros estaremos siempre unidos a vosotros con el pensamiento y con la oración, siempre unidos en el amor de Cristo. Compartiremos todas las vicisitudes de vuestro apostolado, ya sean alegres o tristes, esperando aquel día anhelado en el que participaremos con vosotros de la gloria reservada a los valerosos anunciadores del Evangelio. Y entonces, juntos, estaremos siempre con el Señor.

OS APREMIA EL AMOR DE CRISTO

Discurso pronunciado el 10 de marzo de 1929 en la capilla del Instituto

Con afecto de hermano y de padre, lleno de emoción os dirijo mi palabra en este momento tan solemne. Dentro de poco dejaréis este lugar donde, en momentos de profunda intimidad, habéis escuchado la Palabra del Señor que os invitaba a seguirle más de cerca y donde os habéis consagrado a Él para la misión.

Vais a realizar el gran sacrificio de dejarlo todo, y lo hacéis con generosidad y alegría. La fe os mueve y os enseña que la misión que vais a realizar es continuación de la misión de Cristo. Os anima también la esperanza del premio eterno, ya que, si a todos está prometido el Reino de los Cielos, a los que lo dejan todo para seguir a Cristo se les promete cien veces más en aquella vida que nos aguarda.

Y, sobre todo, os mueve a realizar este gran sacrificio la caridad de Jesucristo. Hoy vosotros, con vuestro gesto, proclamáis: “El amor de Cristo nos apremia”. Sí, os apremia el ejemplo de Aquél que lo dio todo por nosotros y que nos pide que, como Él nos ama, amemos a los hermanos. Os mueve la miseria de tantos infelices que permanecen en las tinieblas y en las sombras de la muerte. Ellos os aguardan, levantan sus manos hacia vosotros esperando la salvación y la redención.

Los pueblos de China, y más precisamente de Chengchow, os esperan con impaciencia. Pude verlos de cerca y me pareció encontrarles, tal como tantas veces se ha dicho, preparados más que cualquier otro pueblo para acoger la fe. Id hacia ellos con gran ánimo, consagradles vuestras vidas para su bien. Estoy seguro: vuestras fatigas, fecundadas por la gracia divina, producirán allí abundantes frutos de conversión que recompensarán copiosamente vuestros sacrificios.

Viendo que ante este altar sois sólo dos, recuerdo que en el Evangelio se dice que Cristo envió a sus apóstoles de dos en dos para que ellos le preparasen el camino con la predicación del Reino de Dios. Y recuerdo también que Cristo dijo que cuando dos de ellos estuviesen reunidos en su nombre, Él estaría en medio de ellos.

En este momento vosotros estáis unidos para realizar una gran empresa: la conversión de los infieles. Os habéis propuesto unir vuestros esfuerzos para la santa conquista de aquellas gentes para Cristo. El Señor seguramente estará a vuestro lado y siempre os acompañará. Os guiará con su luz y os inspirará en todo momento lo que debéis hacer. Os consolará en vuestras tribulaciones, os fortalecerá con su gracia en vuestras debilidades y os inundará con sus bendiciones que harán fecundos vuestros trabajos y vuestras fatigas.

Y nosotros, que valoramos vuestro sacrificio y sabemos por experiencia lo que significa ser misioneros en China, también os acompañaremos con nuestras oraciones, unidos siempre con el vínculo de aquel amor que nunca debe disminuir, sino que debe crecer en la medida en que crecen las necesidades de los hermanos.

Que todo esto engrandezca vuestro corazón en este momento solemne, que os haga comprender la enorme gracia que el Señor os ha concedido al llamaros al apostolado. Es una gran gloria seguir al Señor y vosotros estáis llamados a seguirlo de cerca en esta tierra porque Dios os ha destinado a reproducir la imagen de su Hijo y desea que luego en el cielo gocéis de su presencia entre los apóstoles.

NUESTRA FE HA VENCIDO AL MUNDO

Discurso pronunciado el 2 de octubre de 1930 en la capilla del Instituto

En este instante, surgen espontáneas en mis labios las palabras del apóstol: “Esta es la victoria que ha derrotado al mundo: nuestra fe”.

Dentro de poco abandonaréis esta tierra que se os ha ofrecido repleta de las bendiciones de Dios, dejaréis esta comunidad en la que os habéis consagrado a Dios y en la que habéis experimentado el gozo de su presencia, dejaréis a aquellos que más amáis, a vuestras familias a las que tal vez no volveréis a ver.

¿Por qué lo hacéis? Por vuestro deseo de ir a un pueblo desconocido, que, sin embargo, ya amáis. Por vuestro anhelo de encaminaros hacia un pueblo que, en estos momentos, se encuentra destrozado por luchas fratricidas. Por vuestra ansia de vivir en medio de un pueblo que, tal vez, pagará vuestro amor con ingratitud y persecución.

¿De dónde sacáis la fuerza y el valor para hacer lo que hacéis? ¿De dónde surgen vuestros deseos? De aquella fe que ha vencido al mundo, que nos hace superiores a todos los argumentos de la carne y de la sangre, que transforma a las personas casi divinizándolas. “Esta es la victoria que ha derrotado al mundo: nuestra fe”.

Es aquella fe que hacía exclamar a santa María Magdalena de Pazzi: “Envidio la suerte de los pájaros que pueden volar por el mundo. Si yo tuviese alas volaría a las Indias lejanas para recoger a sus niños abandonados y si Cristo me preguntara si tengo fe yo le contestaría con mis obras”. Es aquella fe que empujaba a Santa Teresa de Jesús, aún niña, a querer abandonar su familia para ir entre los musulmanes a predicar el Evangelio y alcanzar así el martirio. La fe que hacía exclamar al apóstol Pablo: “Los sufrimientos del tiempo presente no son nada comparados con la gloria que se ha de manifestar en nosotros”.

¿De dónde os viene la fuerza y la valentía para hacer lo que hacéis? Del ejemplo de Jesucristo que se entregó a sí mismo por nosotros y que en la Cruz repetía: “Tengo sed”. No se trataba sólo de una sed física. Era una sed interior, sed de salvar a toda la humanidad. Y vosotros os habéis ofrecido para calmar esta sed y, por eso, os habéis propuesto ir a China en busca de los que aún no le conocen.

El Señor, que ha suscitado en vuestros corazones estos deseos, robustezca vuestros generosos propósitos de apóstoles. Id seguros a China. Fecundad con vuestros sudores aquel país. Aumentad el número de los discípulos de Cristo. Recordad siempre que su Corazón arde por el ansia de extender su Reino, porque quiere salvar a todos los hombres.

Nosotros os acompañamos con nuestros mejores deseos. Que el Señor haga fecundo vuestro apostolado, corone con éxitos vuestros esfuerzos, os conceda el gozo de padecer por Él y, sobre todo, os dé el don de la perseverancia final y la suerte de morir en el campo de vuestro apostolado para que podáis merecer el premio reservado a los que, por Él, han combatido y vencido. Que Él os otorgue el premio final acompañados por aquellos que, gracias a vuestro celo, alcanzarán la salvación.

Estos son mis deseos, son los deseos de quienes ahora os acompañan. Que el Señor los acepte para gloria suya y el bien de tantos que esperan de vuestro apostolado la salvación y la redención.

ID POR EL MUNDO, PREDICAD EL EVANGELIO

Discurso pronunciado el 27 de septiembre de 1931 en S. Pedro de Parma

Es sublime, en su sencillez, el rito que acabamos de realizar. Hemos entregado el Crucifijo a cinco nuevos apóstoles que dentro de poco marcharán hacia la lejana China. Y este rito es memoria, o mejor, renovación de uno de los más conmovedores episodios del Santo Evangelio.

Jesucristo, poco antes de subir al Cielo, con autoridad divina y soberana, señaló a los apóstoles el mundo diciéndoles: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda la humanidad. Quien crea se salvará, quien no crea se condenará. Sabed que si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán. Pero no temáis, porque yo he vencido al mundo y, por ello, de todos los hombres se formará un único rebaño conducido por un único pastor”.

Después de diecinueve siglos, en este momento solemne, bajo las bóvedas de este templo, se renueva la misma escena sublime. También yo, ahora, en nombre de Jesucristo y en nombre de la Iglesia, continuadora de su obra, digo a estos nuevos apóstoles: id, predicad el Evangelio a las lejanas tierras de China, en el vicariato de Chengchow y en la prefectura de Loyang, donde os han precedido vuestros hermanos de la misma familia misionera. Ellos, en un inmenso y arduo campo de trabajo, han preparado el terreno, han abierto surcos y han sembrado la buena semilla de la Palabra de Dios.

Pero, ¡cuánto queda por hacer! En aquellos lugares hay ya más de 20.000 cristianos y otros tantos catecúmenos que han acogido la Buena Noticia. Pero quedan más de siete millones de personas que aún no la han ni siquiera oído, siete millones que permanecen en las tinieblas del error. Parece que para toda esta multitud, que tiende sus manos hacia vosotros esperando vuestra ayuda, ya ha llegado la hora de la redención.

Id pues a disipar sus tinieblas con la luz de la verdad, a sanar sus llagas con el bálsamo de la caridad de Cristo, a combatir los prejuicios y las supersticiones que los esclavizan, a levantarlos de la miseria en la que se encuentran desde hace siglos, a transmitirles los beneficios inestimables del cristianismo.

Que no os turbe la hora gris por la que atraviesa aquel país y que lo convierte en un mar tempestuoso, agitado por vientos furiosos, en un volcán en erupción, en un campo sangriento de batalla.

Que no os turbe todo esto, sino que más bien os aliente el pensamiento de que no os faltará la protección de Aquél que dijo: “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo”.

No temáis, os acompañan las oraciones de los que ahora os rodean, las oraciones de todos aquellos que anhelan la dilatación del Reino de Dios. Que os conforte y os estimule, sobre todo, la seguridad del premio eterno reservado a quien haya combatido con valor por el triunfo de la más santa de las causas: la difusión del Evangelio.

No os faltarán sufrimientos, ni penas, ni privaciones de toda clase, ni persecuciones, ni ingratitudes. Pero tampoco os faltarán los gozos inefables, desconocidos a los de este mundo, que el Señor reserva a sus apóstoles; los gozos de las conquistas logradas, de las personas redimidas gracias a vuestro celo apostólico. Son gozos que os harán olvidar toda ingratitud y os harán dulce el padecer por Cristo.

Vosotros, que marcháis hacia la misión de China, reconoced la grandeza de la gracia que os ha concedido el Señor al llamaros al honor incomparable del apostolado misionero. Os ha destinado a ejercer aquel apostolado que desde hace diecinueve siglos llena el mundo de maravillas y escribe páginas gloriosas de entrega generosa por el bien de la humanidad.

Vosotros estáis llamados a escribir vuestra página. Os deseo que, con la gracia de Dios, la vuestra sea una página brillante, una página que nos narre vuestras luchas incruentas y vuestras pacíficas conquistas; que nos cuente el gran número de gentes convertidas, de iglesias levantadas, de escuelas abiertas, de hospitales y de orfanatos fundados por vosotros; que esté repleta de todas aquellas obras de las que es fecunda la caridad de Cristo. Por eso, sólo por eso, vais a China.

No vais empujados por el ansia de gloria humana, ni por la avidez de riquezas terrenas, ni por el deseo de conocer nuevas tierras, nuevos pueblos ni nuevas costumbres. “La caridad de Cristo nos apremia”, este es vuestro lema y es la síntesis de vuestras aspiraciones. A aquellos pueblos, a los que vais destinados, os los ganaréis únicamente con la fuerza de la persuasión y el atractivo de la caridad.

Hoy se habla mucho de paz universal y de hermandad entre los pueblos y las naciones. A ello miran tantos encuentros y congresos internacionales. También favorece esta noble aspiración el desarrollo de los medios de comunicación, siempre más eficaces y perfectos, y que disminuyen, cada vez más, las distancias entre los pueblos.

Pero todos estos esfuerzos, todos estos medios, obtendrán muy pocos resultados si no logramos que la caridad del Evangelio unifique, como masilla tenaz y cemento divino, los elementos diferentes de las culturas, integre las tendencias y los intereses opuestos de los pueblos y suprima de los corazones humanos el egoísmo, sustituyéndolo por el amor hacia los demás hermanos.

Y por ello, por la tarea que le ha sido confiada y por el ardor con que la realiza, el misionero es el símbolo más hermoso, el apóstol más convencido y ardiente de esta hermandad universal, a la que tiende instintivamente la humanidad y que es la realización del gran proyecto de Cristo, quien anunció que, de todos los pueblos, se formaría una única familia y un único rebaño conducido por un único pastor.

Llenos de emoción, invocamos sobre vosotros, nuevos apóstoles, la bendición del Señor. Que Él dilate vuestros corazones, que os sostenga siempre con su poderosa protección, que haga fecundo vuestro apostolado y que, después de largos años, llenos de todo tipo de obras santas, os llame a recibir el premio acompañados por la multitud de todos aquellos que habrán sido redimidos gracias a vuestro trabajo.

Y vosotros, hermanos e hijos queridos que nos acompañáis en esta celebración, admirad la fuerza que posee la gracia de Dios capaz de suscitar y fecundar las más nobles aspiraciones del corazón humano y de impulsar la fragilidad humana hasta las más altas cimas del heroísmo.

El misionero, que lo sacrifica todo por el más sublime de los ideales, que se dedica enteramente al bien de sus hermanos sin pedir nada a cambio, que sólo busca llevar el amor y la verdad a la humanidad, que aspira al martirio para sellar dignamente su obra, es un modelo incomparable de belleza moral, es la personificación más hermosa y sublime de cualquier ideal de vida que nuestra mente pueda concebir.

Las tierras de China, a las que se dirigen los misioneros que estamos despidiendo, han sido recientemente regadas con la sangre de obispos y misioneros, víctimas inocentes del comunismo y del bandolerismo. Por ello, la perspectiva de una muerte despiadada o de una vida dura de rehenes, secuestrados en manos de bárbaros bandidos, está ante los ojos de estos nuevos apóstoles que marchan hacia aquellas tierras para predicar el Evangelio, considerado por algunos un atentado a la libertad o a la grandeza de la nación.

Esta posibilidad real de martirio no impide a estos jóvenes seguir su sublime vocación ni cumplir aquello que les ha sido encomendado. La Caridad de Cristo los apremia y los hace superiores a todos los peligros. Ante nosotros, estos cinco misioneros son una apología elocuente del origen divino de nuestra fe. Porque sólo una fe divina puede inspirar tanto heroísmo. Inclinémonos reverentes ante ellos y exclamemos: “¡Qué hermosos son, sobre los montes, los pies del mensajero que anuncia la paz y trae buenas noticias de salvación!”.

Pero vosotros, hermanos e hijos queridos, no os quedéis satisfechos con una admiración estéril de la grandeza del misionero. Debéis colaborar en su tarea con vuestras oraciones, ya que la conversión de los infieles es obra de la gracia de Dios, que Él ha querido subordinar a nuestras súplicas.

Debéis colaborar con ellos con vuestra limosna generosa, porque inmensas son las necesidades a las que los nuevos misioneros deberán hacer frente para dilatar el Reino de Dios. Y sabéis que ellos no podrán esperar ninguna ayuda de aquellas gentes a las que son enviados y que viven sumidas en la miseria. Nada pueden esperar, tampoco, de unas autoridades que desprecian su obra misionera y que muchas veces la impiden.

Vuestra colaboración es una exigencia de vuestra fe, de aquella fe que os hace tener compasión de la miseria de aquellos pueblos, que os empuja a desear que Dios sea conocido y amado por todos, que os hace miembros de una Iglesia que es misionera por voluntad de su Fundador. Recordemos que, a pesar de permanecer en la retaguardia, podemos participar de las fatigas y de la gloria de quien combate en las trincheras para destruir el reino del mal y extender el de Dios.

Doy las gracias al organismo que, en esta ocasión, ha querido asumir todos los gastos del viaje de estos misioneros. Gracias también a todos aquellos que en varias ocasiones y de muchas maneras han sido espléndidos con sus ayudas preciosas, que han procurando a los misioneros cuanto necesitan para su tarea y para prepararse a ella. Os aseguro que, ante el altar, ellos recordarán cada día, llenos de gratitud, a todos sus bienhechores.

Gracias a todos los que nos habéis acompañado en esta celebración. Vuestra presencia es, para quienes marchan, el mejor regalo, porque es expresión de solidaridad cristiana con la gran tarea que van a emprender para la gloria de Dios y el bien de los hermanos.

Que el Señor, con la abundancia de sus gracias en el tiempo y, sobre todo, en la eternidad, os recompense a todos los que ayudáis a los misioneros.