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02.- EL AMOR DE DIOS PADRE ORIGEN DE LA MISION

20 Diciembre 2017
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“La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que procede de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo según el designio de Dios Padre” (Vat. II Ad gentes 2). Dios que se ha manifestado a la humanidad como Padre, Hijo y Espíritu Santo está en la raíz de la existencia de la Iglesia. Por ello, el origen de la misión de la Iglesia, el fundamento primero y último de su ser misionero está en la Trinidad.

Conocemos bien las palabras de Jesús resucitado a sus apóstoles “Id y haced discípulos de todas las naciones…” y sabemos que estas palabras - el mandato misionero- han jugado un papel determinante en la conciencia y en la actividad de la Iglesia. Y ahí siguen, grabadas en su corazón como un desafío permanente, como una tarea inacabada, como un modo de existir: para los demás, para el mundo y al servicio de la Palabra de Jesús que no podemos esconder ni silenciar. En este texto del final del evangelio los primeros cristianos expresaban ya de forma nítida la conciencia que tenían de la misión que Jesús les había confiado, de su alcance universal y de su carácter “obligatorio”. Pero es importante situar este mandato misionero de Jesús dentro del misterio del amor trinitario. El Concilio Vaticano II va a realizar un cambio importante de perspectiva: va a situar el origen de la misión y de la Iglesia en la Trinidad, en su vida de comunión, en su amor desbordante. La eternidad y la historia se abrazan. La plenitud de amor divino y la sed humana de felicidad se buscan, se encuentran. Es la misión.

También la misión redentora, salvífica de Jesucristo -único mediador entre Dios y la humanidad- se sitúa dentro del amor trinitario, como una expresión de esa plenitud de amor inagotable. Por todo ello, la misión es más que la obediencia a un mandato; es manifestación de un amor gratuito e incondicional: el amor del Padre por toda la humanidad.

En el cumplimiento de su propia misión, y al confiarla posteriormente a sus discípulos, Jesús hace referencia siempre a Aquel que le ha enviado, indicando al mismo tiempo cual es el motivo de ese envío: el Amor. “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Juan 3, 16). Y el Padre que envía al Hijo, envía también al Espíritu, en el nombre de Jesús, para que nos guie a “la verdad plena”. Dios manifiesta su verdadero rostro en la persona de Jesús, rostro que nosotros reconocemos, acogemos y saboreamos bajo la guía interior -luz, sabiduría, inspiración- del Espíritu Santo.

Historia y esperanza

Todo procede del amor y se encamina hacia él. Nuestro existir personal y colectivo, nuestra convivencia humana, atravesada por dramas y conflictos, está envuelta, a pesar de todo, en el amor trinitario. Cierto que los conflictos y las divisiones nos oscurecen, detrás de esa espesa cortina de lágrimas y fracasos, este amor. La Iglesia, nacida de ese amor, vive inmersa -no al margen- en la historia humana queriendo ser “sacramento universal de salvación”, o “sacramento de la unidad de todo el género humano” como nos enseña el concilio Vaticano II. Una señal levantada en medio de las naciones indicando dónde está la salvación, cómo disfrutar de ella, quién y cómo nos la ofrece. Y al venir de Dios, la misión de la Iglesia es universal como el corazón del Padre, como el abrazo del Crucificado, como el lenguaje del Espíritu.

Esta historia en la que la Iglesia vive inmersa es, en cuanto proyecto, la historia del amor de Dios en favor de las personas y de los pueblos. Historia dolorosa y gozosa, cargada de sufrimientos y de esperanza, es la historia de la Pasión de Dios por la humanidad, por la creación entera. Una historia hecha por el hombre y necesitada, por ello, de reconversión, de salvación, de plenitud. La misión de la Iglesia se confronta continuamente con la injusticia, con la violencia, con el pecado. Entre luchas y oposiciones avanza el proyecto de Dios.

La Trinidad no es un invento especulativo con el que algunos teologos hacen reflexiones muy sesudas pero incomprensibles o alejadas de la vida. La Trinidad es nuestra visión cristiana de Dios. Ha sido Jesús quien nos ha dicho que Dios es así: un abismo de amor, un don de amor gratuito e incondicional, un amor gozoso ofrecido a todos. El Dios que Jesús nos revela en su predicación y con su vida es un Dios misericordioso, compasivo, tierno, sensible y atento al sufrimiento de los marginados, de los pobres. Un Dios reconciliador, deseoso de vencer todas las divisiones humanas, que nos quiere libres y nos invita a la comunión y a la fraternidad. De este Dios arranca la misión: la del Hijo -Verbo encarnado-, la del Espíritu -constructor de unidad en la diversidad-, la de la Iglesia -“sacramento de la comunión de los hombres entre si y con Dios”-. La misión del Hijo y del Espíritu tienen su manantial en esa fuente de agua viva y fecunda que es el amor del Padre. La actividad misionera hunde sus raíces y su esperanza en el misterio de amor de nuestro Dios trinitario.

Manantial de amor

El Dios en quien nosotros creemos no es un Dios solitario, cerrado sobre sí mismo, impasible, autosuficiente, orgulloso de su bondad o belleza. Un Dios solitario no sería amor ilimitado. Dios es dinamismo de amor, amor compartido. El Padre es la fuente inagotable de un amor que se entrega sin condiciones en sus relaciones amorosas con el Hijo y el Espíritu Santo, y ese amor extraordinario y sin medida se hace visible en toda misión que viene de él: la del Hijo, la del Espíritu. Y debe también configurar y modelar la misión de la Iglesia. Lo cual significa que la misión está llamada a vivir algunas actitudes significativas como la cercanía y el acompañamiento, la entrega y la solicitud amorosa, la compasión y la misericordia, la generosidad y la solidaridad… actitudes que Jesús -primer misionero del Padre- vivió. Y que tantos cristianos, tantos misioneros han vivido o intentan vivir.

Siempre aparece la plenitud de Vida y de Amor como origen y motivación de la misión: Dios quiere que vivamos bien. Sí, que vivamos bien, en armonía, reconciliados, en paz. ¿Y aquel a quien le falta lo necesario para vivir con dignidad? Que pueda disfrutar de condiciones dignas de vida ( vivienda, sanidad, educación, agua…) Esa es la voluntad de Dios, debe ser la nuestra. Por eso habrá siempre una relación indisoluble entre el amor y la justicia, entre acogida del amor gratuito que nos llega y compromiso en favor de la justicia para que ese amor llegue a todos y tenga consecuencias concretas en nuestras condiciones de vida. La fe en la Trinidad tiene mucho que ver con todo compromiso en favor de la justicia, de la solidaridad, de la reconciliación, de la paz, con todo compromiso en favor de otro mundo mejor, porque posible. No podía ser de otra manera. Nuestra fe en un Dios comunión de vida y dinamismo de amor tiene inevitables consecuencias sociales.

Si la Trinidad, manantial inagotable de amor, está en el origen de la actividad misionera de la Iglesia, está también al final, porque tal actividad quiere estar al servicio del proyecto salvífico de Dios para toda la humanidad: “Que todos sean uno”. Dios quiere introducirnos en su comunión de vida. Nuestras raíces humanas están hundidas para siempre en la tierra fecunda del Amor de Dios. Vivimos ya en el corazón de Dios, aunque todavía de forma muy inconsciente.

Textos

“La actividad misionera tiene también una conexión íntima con la misma naturaleza humana y sus aspiraciones. Porque, manifestando a Cristo, la Iglesia descubre a los hombres la verdad genuina de su condición y de su vocación entera, porque Cristo es el principio y el modelo de esta humanidad renovada a la que todos aspiran, llena de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu de paz. Cristo y la Iglesia, que da testimonio de El por la predicación del Evangelio, trascienden todo particularismo de raza o de nación, y, por tanto, no pueden ser considerados extraños a nadie o en lugar alguno.” Vaticano II Ad gentes n° 8

“… La conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres de Cristo, ”hijos en el Hijo”, de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para interpretarlo. Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra “comunión”. Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, n° 40 

Preguntas

La misión vivida es expresión de nuestra relación personal con ese Dios misterio de amor y de comunión. Sin relación profunda con Dios no hay misión verdadera ¿cómo es tu relación personal con el Dios trinitario? 

Lee y reza con los dos himnos que nos hablan del designio salvador de Dios: Colosenses 1, 9-23 y Efesio 1, 3-14 pidiendo al Espíritu el don de sabiduría e inteligencia para saborear y saber a Dios.

El bautismo, recibido en el nombre de la Santisima Trinidad, nos hace partícipes de la misión de Cristo profeta, sacerdote y pastor. Piensa en las implicaciones misioneras de tu bautismo.

P. Carlos Collantes Díez sx