Skip to main content
  • Fernando García sx

12 La tierra prometida a los mansos

30 Enero 2016 2039

Habíamos quedado con Augustine en celebrar la eucaristía. Su sobrino Edouard, 24 años, había muerto electrocutado unos días antes. Trabajaba en reparaciones eléctricas, había subido a lo alto de un poste de electricidad. Un descuido, una descarga eléctrica. Hijo único de la hermana mayor de Augustine, alto, lleno de energía.

Cuando llegamos a la casa familiar donde lo habían traído, la desolación era palpable, tensión en el aire, cansancio, incomprensión. Lágrimas. Proclamado el Evangelio, digo unas palabras de consolación y esperanza. Apenas introduzco la oración universal, Antoine, abuelo del joven Edouard, se pone de pie, viene al centro de la pequeña asamblea familiar y dice: “Señor Jesús, tú nos ves aquí reunidos, las dos familias, con nuestro hijo Edouard en el ataúd, no tenemos palabras para hacerte una larga oración, sólo te pedimos: ¡ven y consuélanos!”. A continuación, Jean, el padre de Edouard, se levanta igualmente, va al lado del cuerpo sin vida de su hijo y con voz decidida, ora: “Señor, sin esperarlo un día tú nos diste nuestro hijo Ezequiel, hoy sin esperarlo has venido a recogerlo. Todo lo que haces es bueno. Gracias, Señor”.

Escribo sobre esta bienaventuranza, y los rostros de Antoine, de Jean, de Augustine, de Marie y de todos los que estábamos allí se presentan delante de mí. “Venid a mí, los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis el descanso” (Mt 11,28-29). Dichosos los mansos, los humildes, los noviolentos, los desposeídos, porque están ya heredando la tierra que Dios ha prometido.
Dichosos son porque han aprendido, en situaciones difíciles incluso dramáticas, a confiar en el Señor. Han descubierto en Él la roca sobre la que pueden apoyarse sin temor a caerse. En vez de rebelarse, se confían; no comprenden y siguen confiando. En medio de la tormenta, sólo esperan un pequeño rayo de luz que los consuele. ¡Dichosos ellos!

Dichoso Jesús, servidor y profeta no-violento
“Mirad a mi siervo, a quien he elegido, a quien amo y en quien pongo toda mi alegría. Sobre él pondré mi Espíritu para que anuncie la justicia a las naciones. No gritará, no discutirá, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará, hasta que haga triunfar la justicia. Y las naciones pondrán su esperanza en él.” (Mt 12,15-21)
Palabras que han inspirado la vida de Jesús. Una persona coherente, guiada por una gran fuerza interior, que viene del Espíritu, y al mismo tiempo con una gran humildad, pasando casi sin hacer ruido pero de una gran fecundidad, siempre atento a los demás, sobre todo a los más frágiles y vulnerables.

Anselme y Céline se casaron hace dos años. Mientras él terminaba la Universidad, ella la graduación. Él pedía al Señor la mujer de su vida. Por esas causalidades que la vida te ofrece, y donde el creyente ve la respuesta del Señor a la oración, Anselme tuvo conocimiento de ella a través de una amiga común. Viviendo a gran distancia el uno del otro, iniciaron en primer lugar una relación de amistad que poco a poco fue creciendo hasta llegar a decirse mutuamente sí ante el Señor.

El camino hasta llegar a ese sí de amor fue muy duro a causa de la oposición frontal por parte de la familia de Céline a su relación con Anselme. “Soy tu hermano mayor y sé que este hombre no es para ti”, le dijo secamente su hermano. Toda la familia se puso al lado de él, dejando a Céline sola. Incluso la madre la renegó por no seguir el consejo del hermano mayor y sucesor de la familia. Fue en ese momento donde un día, en un encuentro de la palabra de Dios, los conocí por primera vez. Céline, joven mujer apasionada por el Señor Jesús, lloraba en su corazón, se abría y se confiaba a Él. Ella amaba a Anselme y por nada quería abandonarlo. No entendía que su familia no la comprendiese. Viajes y viajes, madre, hermanos, tíos, primos… todos la abandonaron amenazándola incluso físicamente.

Nos veíamos a menudo y me confiaban lo que estaban viviendo. Anselme incluso tuvo que cambiarse de casa por temor fundado a ser agredido. Le decían que él era la causa de los males de la familia. Pero él amaba con todo su corazón a Céline, y ella lo amaba aún más. Sabían que solos no podrían resistir, y como eran conscientes que se habían encontrado gracias al Señor Jesús, decidieron estar en comunión diaria, aunque separados físicamente. Cinco veces al día se daban cita para orar juntos. Una tarde mientras hablaba con Anselme, el teléfono suena. Lo mira, lo apaga y me dice: “es Céline, me recuerda que es el momento de orar el Magníficat”. Y juntos en comunión espiritual con Céline lo recitamos de todo corazón.

Se programó la boda. Entretanto, habían terminado la Universidad y encontrado trabajo. Anselme en un Banco, Céline como profesora de Instituto de Secundaria. La preparación de la boda es siempre larga, reuniones familiares, visitas a todos los miembros de la familia, preparación de la catequesis bautismal… Céline no se cansaba de visitar a la familia, con la esperanza de que cambiasen de idea y pudiesen celebrar juntos el matrimonio. Fue en ese momento, cuando la madre y el hermano mayor en lugares diferentes, viendo que ella no cambiaba de idea, le echaron la maldición que no tendría hijos. Pero su fe en el Señor y el amor que sentía por Anselme fueron más fuertes que la maldición. “Veo que no me quieren como hija, hermana, tía, prima, sino como un objeto que pueda dar riqueza y honor a la familia. Y yo por eso no paso. Confío en el Señor”.
Y llegó el día de la boda: ¡13 de Diciembre 2013! Allí estábamos para acompañarlos. La familia de Anselme al completo, pero nadie de la familia de Céline, excepto unas compañeras de trabajo y nosotros que formamos parte de su nueva familia. Y como testigos oímos el “sí, te quiero” mutuo. El domingo pasado celebramos juntos el primer aniversario de María, primer fruto de su amor, y el segundo aniversario del “sí, te quiero”.
¡Bienaventurados los mansos,…!

Basile, un padre de familia. Lo conozco desde hace tiempo. Era un joven inquieto, alegre, amable. Cada domingo estaba en la Iglesia cuidando de que cada uno estuviese en su sitio y la celebración pudiese desarrollarse con la atención requerida. Un día nos cruzamos en la calle, y comenzamos a dialogar. Había estudiado en una escuela técnica y trabajaba en un taller mecánico. Me hablaba del Señor con mucha alegría. El servicio que realizaba en la Iglesia, me decía, era la manera de agradecer a Dios todo el bien que recibía de Él.

Un día pasé a saludarlo en su taller. Charlamos un buen rato, con todo detalle y delicadeza me fue explicando su trabajo. “¿Te da para vivir?”, le pregunté. “Es duro, padre, pero voy haciéndome camino”, me respondió. Desde entonces me llamaba de vez en cuando para saludarme y pedirme que rezase por él, por el trabajo y sobre todo por el proyecto de matrimonio que tenía en su corazón. Había conocido a una chica joven como él.
Días más tarde, un viernes muy temprano, tocó a la puerta. Quería que lo bendijese en el nombre del Señor, pues ese fin de semana se iba a casar en su poblado con esa joven de la que estaba profundamente enamorado. Había alquilado dos habitaciones y con lo que iba trabajando Dios le iría ayudando. Hoy, Basile y Cécile, tienen dos hijos preciosos. Él sigue en el taller con algunos clientes más, y cada domingo ahí está sirviendo en la Iglesia, dando gracias a Dios.
¡Bienaventurados los mansos,…!

Olivier es un joven novicio javeriano. Recuerdo el primer día que vino a la comunidad, recién terminado el bachillerato, con un aire jovial, desenvuelto y decidido. Cuatro años ha pasado ya en nuestra comunidad. Cada vez que pienso en esta bienaventuranza me viene su rostro al pensamiento.

En el centro de su vida está Jesús. “Desde el día en que descubrí que me amaba así como soy, nos confesó un día en que celebrábamos su cumpleaños, no puedo vivir sin Él”. El año pasado realizaba el apostolado con los niños de un barrio cercano. Después de la eucaristía dominical, ahí estaba Olivier recorriendo calles y casas del barrio rodeado de niños, testigo del amor de Dios con cantos, con la palabra de Dios, con juegos. Al final del año, compartiendo esta experiencia, decía: “he aprendido mucho de los niños: la sencillez, la espontaneidad, la sinceridad, la verdad, la alegría y más cosas. Olivier, espejo de la bondad y sencillez de Dios.
Fernando García, sx

¿Te ha gustado este artículo?

compártelo