• Carlos Collantes Díez

13 EL CLAMOR DE LOS AFLIGIDOS

30 Enero 2016 2701

Dichosos los afligidos, los que sufren, los que ahora lloráis porque seréis consolados. Distintas formulaciones de la misma bienaventuranza.

Si estas palabras no las hubiera pronunciado Jesús nos costaría repetirlas o nos negaríamos a pronunciarlas. Aun así, no son fáciles de entender o de digerir.

Siempre es delicado y arriesgado hablar del sufrimiento, hay que hacerlo de manera respetuosa, a veces incluso es mejor hablar con la presencia y el silencio. Y si además se proclama dichoso a quien sufre puede sonar a falta de sensibilidad o de humanidad, a burla, a cinismo.

Esta bienaventuranza, que encontramos en Mateo y Lucas, se presta a interpretaciones muy equivocadas. Su formulación y contenido son desconcertantes y paradójicos. Y sin embargo, Jesús nunca toma a la ligera ni banaliza el sufrimiento, sobre todo cuando hay detrás situaciones humanas provocadas por una injusticia que deshumaniza.

Mirada honda

¿Son palabras de un iluso que invitan a la resignación? No, rotundamente no. Y ello porque Jesús terminó como terminó: en una cruz; se situó al lado de los últimos, de los excluidos, de los más vulnerables y pagó con su vida; denunció las causas de tanto sufrimiento, se enfrentó a leyes, costumbres, a un sistema que provocaba marginación y dolor. Quien ama de verdad, sufre, se deja herir por la situación de la persona amada. “El verdadero amor incluye la disposición a dejarse herir”, escribe el monje Anselm Grün. Hablamos de un amor maduro, muy maduro, y no de ese amor que no lo es porque es egoísmo refinado, “amor” camuflado, inmaduro y egocéntrico que humilla, genera violencia y produce víctimas.

Quien toma en serio a su prójimo se solidariza con él, con ella, con su vulnerabilidad o desamparo, con su sufrimiento o exclusión, sufre con y se deja afectar; y hay quien termina muriendo como Jesús –caso extremo de amor-. “No hay amor más grande que dar la vida por sus amigos”. (Juan 15, 13) Este fue el destino de quien proclamó las bienaventuranzas. Por eso son creíbles aunque nos resulten paradójicas, porque quien las pronunció y vivió tiene total credibilidad y merece toda nuestra confianza. Jesús es un profeta –y más que profeta, por supuesto- que nos invita a no dejarnos aprisionar por actitudes resignadas o fatalistas.

Por tanto, para comprenderlas tenemos que fijar la mirada en Jesús, una mirada honda y contemplativa, y mirar la vida como él. Tienen que ver con la actitud samaritana de quien no pasa de largo, sino que mira, se para, se abaja e inclina ante el herido. ¡Y para samaritanos, Jesús! Son la prolongación de la Encarnación, de un amor encarnado en situaciones de sufrimiento y vulnerabilidad, de un amor que sabe situarse entre los últimos, mirar la vida desde ellos y descubrir sus enormes recursos y potencialidades.

No reflejan, por tanto, la mirada de un ingenuo o de un romántico, sino la de alguien muy adentrado en lo más profundo de la condición humana, muy ensimismado con nuestro dolor, y que nos invita a vivir a contracorriente, frente al pensamiento dominante que es con frecuencia el pensamiento de los intereses dominantes y que no coincide con los intereses de las mayorías sociales.  

Un Dios solidario

Es cierto que hay personas sencillas que viven situaciones duras con entereza y fortaleza admirables y nos dan lecciones de humanidad; pero, en sí mismo, el sufrimiento o la pobreza o la exclusión no son situaciones positivas; al contrario, considerados en sí mismos son males, son situaciones negativas que se oponen de manera innegable al proyecto de Dios que quiere para todos sus hijos una vida digna y feliz, una vida justa y fraterna. Son además situaciones llamadas a desaparecer. Nos lo anuncia el profeta Isaías (25,6-8), las lágrimas y la muerte desaparecerán para siempre.

“Las bienaventuranzas resultan huecas, cuando no alienantes o burlescas, si no son proclamadas por una Iglesia samaritana, solidaria con las víctimas y que escucha en los gemidos de los afligidos la voz del mismo Jesús”. (Rafael Aguirre)

Nuestra historia humana está marcada por el sufrimiento y las lágrimas y en ella se ha integrado Jesús para redimirla y fecundarla. Él nos salva con su amor, no con su sufrimiento, aunque su amor -tan intenso- ha atravesado los caminos del sufrimiento, de la cruz, no porque él la haya buscado –la cruz-. Porque lo que Jesús ha buscado ha sido amar, no sufrir.

El Dios bíblico es aquel que escucha el clamor de los afligidos y oprimidos: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a liberarlos…” (Éxodo 3, 7-8). ¡Un Dios que sufre con nosotros! y que se convierte, por ello, en nuestro aliado a la hora de luchar contra el sufrimiento, y contra la injusticia que lo provoca.

Dios cercano

Y de este Dios, Jesús tiene una honda experiencia, lo siente y experimenta cercano a quienes sufren, a los excluidos, a los heridos por la vida, a los perdedores. Su honda experiencia le da una mirada especial sobre la vida, una mirada tan honda como su experiencia de Dios que le permite ir más allá de las apariencias. Y en esta mirada intenta introducir a sus discípulos.

Jesús no mantiene las distancias con el dolor humano, es lo que descubrimos en tantos relatos evangélicos. Se deja afectar en sus entrañas, se implica y reacciona de forma compasiva, como Dios, es decir, de la forma más humana posible, humana y humanizadora. Su compasión es transformadora, por eso puede decir que el Reino ha llegado en él.

Las bienaventuranzas expresan el acercamiento de Dios a nuestra realidad humana necesitada de reconciliación-salvación, necesitada de luz y fuerza en medio de tanta oscuridad. Podemos leer y rezar con los textos de Isaías 61 y Lucas 4, 18-21 para comprender su trasfondo y su horizonte.

¿Qué descubrimos en estos textos? Un Dios que está contra el sufrimiento y que quiere ofrecer una Buena Nueva a través de su Hijo a los afligidos, confiándonos la misión de continuar, por nuestro compromiso e implicación, esa Buena Nueva.

Presencia solidaria

El Reino es la realización progresiva -un día será plena y definitiva- de la fraternidad entre todos los hijos de Dios. Es trabajar por todo lo que favorece y construye esta fraternidad. Y en esa dirección van las bienaventuranzas que orientan nuestra mirada y nuestra acción; nos ofrecen una visión distinta de la realidad, la lucidez de Jesús y de su Espíritu, y nos invitan a la acción a favor de todo lo que construye fraternidad. Creer en el Reino y acogerlo tiene repercusiones sociales, en la esfera pública, en la construcción de una sociedad más humana.

Terminamos con palabras del Papa Francisco: “En este Año Santo, podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo…” (MV 15)

… seréis consolados. Así termina la bienaventuranza. ¿Por  quién?

P. Carlos Collantes sx

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